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¿Es usted el señor Samsa?

Autorretrato de otro
Tetsuya Ishida
Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, Madrid
Palacio de Velázquez, Parque del Retiro
12-4 / 8-9, 2019




Cuando Tetsuya Ishida tenía diecisiete años, Japón hizo crac. El país, que había vivido una espiral de crecimiento casi irreal –el área metropolitana de Tokio llegó a tener el mismo valor que todo Estados Unidos–, no pudo más. La subida del tipo de interés por parte del Banco Central del 2,5 al 6% para evitar una inflación desmedida supuso el estoque definitivo y el inicio de una crisis brutal que provocó el derrumbe de numerosas empresas y, con él, la pobreza, olvidada en el país en las décadas precedentes. Ese panorama de desolación fue el que conoció Ishida (Yaizu, Shizuoka, 1973-Tokio, 2005) en sus inicios como estudiante en la Universidad de Musashino, donde se licenció en Bellas Artes en 1996. Durante esos años fue cuando comenzó su producción artística, súbitamente interrumpida con su muerte en 2005 atropellado por un tranvía. Un corpus que nunca antes había salido de Japón en forma de retrospectiva y que ahora llega al Museo Reina Sofía en una de sus sedes en el Retiro, el Palacio de Velázquez, gracias al proceso de paulatina valorización que está viviendo su pintura. Un descubrimiento, el de su obra, que tuvo como punto fundamental fuera del país nipón la Bienal de Venecia de 2015, en la cual se expusieron tres pequeñas piezas que provocaron la admiración de muchos.

Despertar, 1998
Si el visitante, al entrar en la exposición, decide girar a su izquierda, encontrará un conjunto de pinturas que remiten, fundamentalmente, a la infancia, la adolescencia y la educación escolar. Realizadas casi todas ellas en los últimos cinco años de la década de los 90, muestran ya de manera clara las obsesiones de Ishida: la soledad –el aislamiento– a la que estamos abocados ya desde nuestros inicios como estudiantes (Despertar, 1998), la pérdida del cuerpo como lugar de libertad –transmutado ahora en un elemento de extrañeza: la mímesis con animales repulsivos o con espacios arquitectónicos (Cochinilla durmiendo, 1995; Prisionero, 1999)–, la conducción de la sociedad hacia la productividad y la permanente obsesión por esta (Contacto, 1998), la búsqueda de un sentido para nuestras vidas que no somos capaces de asir (Búsqueda, 2001), etc.

Cinta transportadora, 1996
A medida que avanzamos hacia la parte derecha del pabellón, la vida continúa su transcurso, y los personajes que antes asomaban la cabeza en el porvenir, ahora están ya allí. Las obras de Ishida relacionadas con la adultez se van haciendo más irónicas y más sombrías al mismo tiempo. La crueldad de las imágenes se basa en lo que está a punto de suceder: el dolor físico no tiene lugar en las obras del japonés, es una estación a la que su protagonista (multiplicado hasta la obsesión en las obras, como víctima y como verdugo) está a punto de llegar; algo que se revela muy perturbador, intensificando la sensación de amenaza constante, como podemos ver en obras como Cinta transportadora de personas (1996) o Máquina de ejercicios (1997). Pero si algo identifica a esta etapa de la vida es el trabajo: el verdadero caparazón del personaje de Ishida es el traje y la corbata, un elemento que le vincula de manera permanente a la obligación por y para la que vive, y la cual le termina destruyendo también: el sueño, la comida, incluso la muerte son también colonizados por la utilidad, y no existe vida posible más allá de la producción. Así vemos en Sueño en movimiento (1996), Repostar comida (1996) o Propiedad pública (1999).

Por toda la retrospectiva corre ese aire que hace que se nos erice la piel ante lo visto, la asunción de un futuro que rechazamos, pero que cada día se nos hace más cierto. Y para ello Ishida despliega una pintura cargada de realismo que, en su extrañeza, entronca con la mejor vertiente del surrealismo, aquella que empleaba el horror proscrito de nuestras vidas como crítica del almibarado presenteimágenes afiladas que con sus dientes hacían trizas nuestros sueños y con sus formas hacían del mundo un lugar más incómodo. Una pintura nieta de Kafka, porque Ishida quizás un día se dio cuenta de que físicamente no podría levantarse convertido en un bicho con un duro caparazón, pero tampoco hacía falta. Todos eran ya Gregor Samsa.




Rodrigo Herrera Conde

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