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Él

Pinturas recientes
Fernando Botero
Galería Marlborough, Madrid
Calle de Orfila, 5
21-2 / 30-3, 2019




Cuando en junio de 1995 un atentado voló El pájaro, la escultura que Fernando Botero (Medellín, 1932) había realizado en el centro de su ciudad natal en homenaje a la paz, el artista decidió dejar los restos como recuerdo de "la imbecilidad y la criminalidad". Una metáfora de una época brutal, aquel animal de bronce deshecho, que aún resuena en el presente. Porque hubo un tiempo en el que Botero hizo de este y su violencia uno de sus territorios pictóricos. Una pintura que ya había logrado tiempo ha aquello que todo artista desea: la consecución de un estilo propio, pero que en aquellos momentos era mucho más que un ejercicio para sí mismo; Botero había conseguido captar el ethos de su obra –las figuras de volúmenes exagerados, la atmósfera de un tiempo quizás soñado, la luz hecha color– devolviendo al mundo su pathos –la violencia.

Apenas un año antes de la explosión, Fernando Botero realizó su última muestra en Madrid hasta la fecha. Ahora expone, como entonces, en la Galería Marlborough de la capital, donde presenta un conjunto de obras realizadas en los últimos tres años. Y sin embargo, el silencio de todo este tiempo no vale ahora ninguna metáfora, es solo el desgaste de cualquier persona al envejecer. Lo que nos presenta esta exposición es la vuelta de un pintor sobre sí mismo, sobre su estilo y sobre sus temas de siempre. Vemos los rasgos clásicos de Botero: los cuerpos alejados de la belleza normativa, el color del que emana la luz que conforma y define, la ausencia de expresión en los rostros, su interés por los toreros, por la celebración, por la referencia constante a la propia historia del arte, la atmósfera de un territorio que pudo ser alguna vez real (quizás solo en lo mágico), la claridad. 

Carnivale (B), 2017
Pero todas esas características que alguna vez hicieron de su pintura algo potente, quedan hoy reducidas a lo manido. Cuando Fernando Botero comenzó a perfilar su estilo, allá por los finales años sesenta, lo hizo como reacción a las tendencias varias que dominaban el arte contemporáneo (la pintura abstracta, el arte conceptual, el minimal, etecé); una vuelta a la figuración y a la tradición constituía entonces, como él mismo ha dicho, el reconocimiento de la pobreza, en la que estuvo viviendo hasta que le llegó el éxito. Pero desde aquellos años hasta hoy, Botero ha cruzado la línea entre la reacción y lo reaccionario, porque se sabe rico, se sabe famoso y se cree inmortal («Soy el pintor vivo que más ha expuesto en el mundo. Hasta los niños chicos reconocen un ‘botero’», le dijo a Juan Cruz en febrero en una entrevista para El País). Y quizás ese sea uno de los principales problemas en cualquier artista, la indulgencia para consigo mismo: el de Medellín se ha convertido en una máquina de producir estampas fieles a su mundo para que el otro mundo, el nuestro, las consuma. No hay exigencia alguna ya, solo la repetición constante de lo hecho, y con ello la multiplicación fácil del dinero. 

Nightlife, óleo sobre lienzo, 2017
Las obras que presenta en la Galería Marlborough son un perfecto retrato de todo ello: en medio de la noche, en medio de la celebración, las mujeres poderosas y las prostitutas, los toreros y las familias, los músicos y los solitarios parecen decirnos que la fiesta hace ya mucho que terminó. El color y la expresión de esas figuras son la muestra más perfecta de todo lo dicho: la contradicción entre el brillo que alguna tuvo la pintura de Botero, frente a la tristeza de lo que hoy representa. Y nada mejor para sentenciarlo que el cuadro titulado Nightlife (2017), donde un músico toca su guitarra para que una mujer baile mientras los demás beben, y al fondo, en la pared, la figura principal repetida en forma de cartel, y debajo la firma del artista: “Botero”. Para que no olvidemos, nunca, quién fue el verdadero protagonista de las escenas que pintó. 

Él.




Rodrigo Herrera Conde

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