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Lo que arde en el ojo

Márgenes
Eduardo Casanova
Fresh Gallery, Madrid
Calle Conde de Aranda, 5
27-5 / 31-5, 2019


Cuando tenía trece años, me llamaban Fidel. Puede parecer raro, porque nací Rodrigo, pero como todos los misterios este también tenía explicación. A esa edad, en la que es tan fácil hundir a un adolescente en sí mismo, yo no era lo que se suponía que debía ser a ojos de los demás: alto, guapo, rebelde, popular; masculino. Todos esos conceptos, hoy, me suenan ridículos, pero entonces, cuando la vida comenzaba, sí tenían importancia, porque constituían la brecha entre la marginación y la aceptación. Y Fidel te llevaba a la primera. Pero ¿quién era Fidel y, sobre todo, qué tenía que ver conmigo? Por aquel entonces una de las series de moda era Aida, entre cuyos personajes principales estaba él: un adolescente caracterizado por su inteligencia y su aire de “intelectual”, su afición por el arte, pero sobre todo por su homosexualidad oculta, algo que todo el barrio relacionaba directamente con sus modos y gustos. Aunque yo no era como él, sí compartíamos algunas de las características del personaje: el pelo rizado, las gafas, la debilidad que confería la flaqueza y el interés por lo que estudiábamos. Constituíamos todo lo que no se le suponía a un hombre.

Detrás de aquel personaje estaba Eduardo Casanova (Madrid, 1991), actor, director y ahora también artista. Casanova comenzó su carrera como actor en la ya mencionada Aida (2005-2014), participando luego en otras series como Gym Tony (2014-2016), Paquita Salas (2016) o Arde Madrid (2018). Paralelamente a su carrera en la televisión, ha colaborado en el cine con directores como Álex de la Iglesia o Antonia de San Juan. Sin embargo, más allá de su carrera como actor, lo verdaderamente relevante entre su producción es la concebida por él.

A partir de 2011, comienza a dirigir una serie de cortometrajes en los que irá configurando su estética, que tendrá su cristalización en Pieles (2017), producida por Álex de la Iglesia y seleccionada para la sección oficial de la Berlinale de ese año. Casanova presenta en la película una revisión contemporánea de La parada de los monstruos (1932), donde todos los personajes, como en la obra clásica, viven al margen del canon que la sociedad impone, conduciéndolos a la marginalidad. Esa diferencia viene dada por la propia naturaleza, con trastornos como la acondroplasia o la malformación (en el rostro –con partes deformadas o borradas, como los ojos–, en el propio cuerpo –como el personaje que tiene la boca donde le correspondería el orificio anal y viceversa), o por accidentes (como el personaje que tiene la cabeza entera quemada). Todos ellos comparten el ostracismo al que la sociedad condena a los diferentes, a aquellos que nos devuelven una imagen deformada de nosotros mismos. Y todos ellos, a través de historias varias, desean lo mismo: la normalidad. Un concepto que se revela absurdo, una idea profundamente reaccionaria de nosotros, espectadores de nuestro mundo.

Una potencia en lo narrado que es resaltada por la apuesta estética, una mezcla entre el pop, el glam y el surrealismo, entre el horror y la exageración. La cuidada puesta en escena, con el rosa y el violeta como descarados elementos de lo queer, o la suntuosidad de las habitaciones sirven para acentuar nuestra sensación de incomodidad ante lo narrado. Una incomodidad a la que contribuye el humor, resaltando la acidez de lo tratado.

Si me he detenido tanto en ello es porque la exposición que ahora presenta en la Fresh Gallery, Márgenes, supone un paso más en esta misma dirección: la estética, los intereses temáticos, el tratamiento de las imágenes, las formas, todo lo que ya quedó definido en Pieles es mostrado ahora de una manera mucho más brutal, en tanto que real. Casanova, fascinado por una figura que todo habitual del metro madrileño conoce, decidió salir en busca de mendigos, yonkis, prostitutas para invitarlos a su casa a posar: la colisión entre el mundo de un artista adinerado y la miseria. El resultado son las fotografías que compondrán un libro que publicará Grijalbo el 6 de junio. Y de cuyo material, en parte, se nutre la exposición.

Sin título, 2019

Esta queda organizada en torno a dos bloques. Una parte importante de la muestra la constituye una serie de bodegones en los que Casanova toma elementos característicos de su mundo –figuras de porcela, conchas, perlas o velas casi derretidas (que son, además, símbolos o elementos recurrentes en la historia del arte)– y los combina con crías de ratón vivas, provocando así un choque entre lo inmortal y bello (en tanto que codificado) y lo mortal o repugnante (pues los animales, larvas aún, morirán apenas días después, ante la ausencia de la madre). Un choque que se prolonga de manera lógica a algunas de las imágenes protagonizadas por personas, donde Casanova relaciona a los pobres que toma de la calle (y sus cuerpos mellados por la vida) con símbolos de nuestra sociedad (como JFK; de nuevo, la belleza). Esa brusquedad que pretende el autor queda perfectamente fijada en la fotografía en la que Moisés, el personaje con la cara quemada, porta una camiseta con el rostro del propio artista: es el contraste entre lo normativo y lo marginal, entre lo digerible y lo que no.

Sin título, 2019
Le queda a uno ante lo expuesto la sensación de fracaso. Es obvia la incomodidad que busca Casanova con su trabajo, y que logra, porque lo verdaderamente repugnante no son los retratados, sino los que van a contemplar la exposición y afirman, entre risas, «qué asco» o, directamente, «vámonos». Sin embargo ahora, en comparación con Pieles, todo es burdo, las metáforas carecen de sutileza, los retratos llevan la estética a un punto kitsch difícilmente interesante. Y la provocación se desvanece, porque la manera en que Casanova trataba a los protagonistas en su película lograba atrapar al espectador en su planteamiento, pero ahora lo expulsa al saber que el propio artista es el centro de todo, como así demuestra el busto que lo recrea entre sus sábanas. Como otro de ellos. Como jamás serán ellos.






Rodrigo Herrera Conde

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